Tras observar que ni la riqueza, ni los honores, ni el placer proporcionan una alegría constante y durable, Spinoza se pregunta cómo alcanzar la felicidad, cuánto tiempo podemos conservarla y qué tan felices podemos ser. Y como Spinoza no considera que nuestros sentimientos obedezcan a leyes distintas que el movimiento de los cuerpos o las figuras geométricas, responde con una deducción. Su respuesta puede parecer fría, técnica, rígida, pero al seguirla de cerca, en los módulos siguientes, descubrimos que narra una historia optimista en cuyo final la felicidad converge con la sabiduría y la libertad.

La historia empieza con un ser humano que es poco más que una tela en blanco. Sólo se define por sus capacidades, por un cierto poder, por su potencia. Y lo primero que nos dice Spinoza es que esta potencia puede variar: los sentimientos no son otra cosa que las variaciones de esa potencia. La alegría, el aumento de la potencia; la tristeza, su disminución. Con lo cual, la pregunta por la felicidad se transforma en cómo podemos hacer para aumentar nuestra potencia.

El segundo componente de la respuesta de Spinoza concierne a las causas que hacen variar nuestra potencia. Esta potencia, que puede aumentar o disminuir, puede hacerlo gracias a causas exteriores o gracias a nosotros. En el primer caso, experimentamos pasiones, en el segundo realizamos acciones. Las pasiones pueden ser tristes o alegres. Pero las acciones, en la medida que las realizamos nosotros, sólo pueden ser alegres, es decir, aumentar nuestra potencia. Por eso la pregunta de la felicidad admite una segunda declinación: ¿cómo podemos hacer para reemplazar nuestras pasiones por acciones?

La respuesta requiere que consideremos la teoría spinozista del conocimiento, por la sencilla razón de que las ideas son algo así como las herramientas gracias a las cuales podemos intervenir nuestra vida afectiva. Las hay de tres tipos: ideas de nuestras afecciones, ideas de lo que tenemos en común con las cosas e ideas de las esencias singulares de las cosas. Cada una de estas ideas es más completa que las anteriores y por lo tanto, encierra un mayor potencial para intervenir sobre nuestra vida afectiva. ¿Pero qué quiere decir, exactamente, que una idea pueda ser más completa?

Una idea puede contemplar más o menos causas, más o menos efectos. En la medida que una idea contempla más causas o efectos es más completa. Spinoza llama “adecuada” a la idea que representa a un efecto junto con su causa, e “inadecuada”, a la que sólo representa al efecto sin representar la causa. Se entiende entonces por qué necesitamos de las ideas adecuadas: son las que nos informan no sólo lo que sentimos, sino también por qué sentimos lo que sentimos. Y por eso, en última instancia, para comprender cómo podemos ser felices hay que entender cómo podemos hacer para tener ideas adecuadas: sobre nuestros sentimientos, sobre las cosas que los producen, sobre nosotros mismos.

La clave para formar ideas adecuadas de nuestros sentimientos consiste, según Spinoza, en tomar la idea de un sentimiento y, primero, separar de ella lo que representa una causa exterior; segundo, en unir esa idea a pensamientos propios. Entonces pasan dos cosas: mis sentimientos dejan de depender de causas exteriores y pasan a depender de mí. Y como yo quiero mi propio bien, no sólo ese sentimiento va a ser necesariamente una alegría sino que además esa alegría va a ser una alegría producida por mí, es decir una acción y, por lo tanto, una alegría más segura, menos azarosa. Ahora bien, ¿qué alcance tiene este procedimiento? ¿Puedo hacer esto con todos mis sentimientos? ¿Existe un límite de la felicidad?

Más allá de los límites de hecho que puedan encontrarse, Spinoza cree oportuno describir cómo sería experimentar sólo alegrías autoproducidas, más no sea para tener una idea del norte, la meta de la búsqueda de la felicidad. Alcanzada esta meta, nada podría afectarme, todo sería una ocasión para ser feliz. A todo le encontraría la utilidad, todo podría ser utilizado en mi beneficio, y por lo tanto experimentaría una especie de amor universal, un amor por el todo. ¿Qué hay del tiempo? ¿Puede mi muerte ponerle un fin a esta experiencia? En cierto sentido sí porque con ella termina mi existencia. Pero en cierto sentido no, porque la experiencia de la plena felicidad, de un amor total, presupone el conocimiento de la necesidad atemporal que rige todas las cosas, de causas y efectos necesarios, indiferentes al tiempo. Así, al término de la búsqueda, la felicidad no sólo converge con la sabiduría y la libertad; coincide también con la experiencia de una cierta eternidad.