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De Europa a China, preguntas que van y vienen

Por 
Diego García

De Europa a China, preguntas que van y vienen

A lo largo del siglo XX, la intelectualidad china planteó recurrentemente  el problema de la modernización. En ese entonces, el faro era la experiencia europea, y las miradas no estaban puestas sólo sobre la infraestructura y el desarrollo, sino también sobre la literatura y el arte. Hoy, mientras el mundo mira la experiencia de modernización china y los fanáticos de la ciencia ficción leen la trilogía de Cixin Liu, vuelven a plantearse, en espejo, algunas de las preguntas que en su momento los países del Pacífico les hicieron a los del Atlántico.

En 1922, la editorial Commercial Press de Shanghai publicó El caballero encantado, la primera traducción al chino de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Traducido por Lin Shu, un ex funcionario imperial, el trabajo fue una proeza literaria y editorial: Lin Shu no sabía ningún otro idioma que no fuese el chino. Para traducir escuchó a un ayudante que leía el Quijote desde dos o tres versiones en inglés –los registros no son claros–, la más antigua de las cuales data de 1612. El resultado de esta yuxtaposición de idiomas, lectores y escritores fue un Quijote más romántico que ridículo, que camina entre monjes y montañas, con un Rocinante fuerte y veloz, y que casi no invoca a Dios. Un libro influido por la literatura china de artes marciales, nutrido con los refranes chinos y sin referencia a la hipótesis Benengeli. Aunque hoy en China se consiguen otras traducciones más fieles, El caballero encantado sigue circulando como una obra autónoma. 

Lin Shu no sólo tradujo a Cervantes. A través suyo también llegaron por primera vez al país obras de Dumas, Dickens, Victor Hugo, Shakespeare, Tolstoi y Goethe; a inicios del siglo XX, los grandes de la literatura europea todavía eran desconocidos en China. Sus traducciones no eran trabajos académicos, ni de nicho intelectual, sino ediciones dedicadas a un público de masas que tuvieron gran éxito comercial. Eran tiempos modernos: en 1911 una revolución había terminado con el sistema imperial para instaurar una república, que agonizó desde su mismo inicio; en 1918 Lu Xun, el autor más representativo del modernismo chino, publicó su Diario de un Loco; en 1919, el Movimiento Cuatro de Mayo, un movimiento de protesta contra el lugar de China en el Tratado de Versalles, abrió un espacio de debate y organización inédito; en 1921 se fundó el Partido Comunista como expresión política de un movimiento de vanguardias; en 1922, en Shanghai, empezó a funcionar la primera estación de radio del país. En este contexto, las traducciones de Lin Shu capturaron la atención de un público que buscaba sintonizar con las novedades del mundo.

Pero, el propio Lin Shu vivía a caballo entre dos épocas. Funcionario imperial en Fujian, su provincia natal, estaba educado en el trivium clásico chino: conocía la tradición poética, manejaba los clásicos de la filosofía moral y política, y dominaba la caligrafía. La caída de las instituciones imperiales en 1911 se llevó su cargo de funcionario, junto con su salario y su estatus social. Su formación dejó de ser fuente de capital simbólico y se volvió una caja de herramientas para ganarse la vida. Desde entonces, la traducción fue su oficio. Su interés por la literatura extranjera fue el puente con el que unió una época con la otra. Porque su atracción por las grandes obras del viejo continente era el emergente de un debate que, para ese momento, ya atravesaba el país hacía décadas: ¿China tenía que aprender de Europa?

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Diego García
Licenciado en Filosofía (Universidad de Buenos Aires)
Diego García es Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y Magister en Políticas Públicas por la Universidad Torcuato Di Tella. Es profesor universitario y director de la editorial especializada en China Mil Gotas.

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De Europa a China, preguntas que van y vienen

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Resumen
Hoy el mundo occidental se pregunta qué debe aprender de China. Pero a principios del siglo pasado, era la intelectualidad china la que se preguntaba qué debía incorporar de la modernidad europea. Un episodio es ilustrativo del clima de importación de ideas: en la década de 1920, se editó en China una traducción libre del Quijote, hecha por un funcionario público que no entendía español.
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De Europa a China, preguntas que van y vienen

A lo largo del siglo XX, la intelectualidad china planteó recurrentemente  el problema de la modernización. En ese entonces, el faro era la experiencia europea, y las miradas no estaban puestas sólo sobre la infraestructura y el desarrollo, sino también sobre la literatura y el arte. Hoy, mientras el mundo mira la experiencia de modernización china y los fanáticos de la ciencia ficción leen la trilogía de Cixin Liu, vuelven a plantearse, en espejo, algunas de las preguntas que en su momento los países del Pacífico les hicieron a los del Atlántico.

En 1922, la editorial Commercial Press de Shanghai publicó El caballero encantado, la primera traducción al chino de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Traducido por Lin Shu, un ex funcionario imperial, el trabajo fue una proeza literaria y editorial: Lin Shu no sabía ningún otro idioma que no fuese el chino. Para traducir escuchó a un ayudante que leía el Quijote desde dos o tres versiones en inglés –los registros no son claros–, la más antigua de las cuales data de 1612. El resultado de esta yuxtaposición de idiomas, lectores y escritores fue un Quijote más romántico que ridículo, que camina entre monjes y montañas, con un Rocinante fuerte y veloz, y que casi no invoca a Dios. Un libro influido por la literatura china de artes marciales, nutrido con los refranes chinos y sin referencia a la hipótesis Benengeli. Aunque hoy en China se consiguen otras traducciones más fieles, El caballero encantado sigue circulando como una obra autónoma. 

Lin Shu no sólo tradujo a Cervantes. A través suyo también llegaron por primera vez al país obras de Dumas, Dickens, Victor Hugo, Shakespeare, Tolstoi y Goethe; a inicios del siglo XX, los grandes de la literatura europea todavía eran desconocidos en China. Sus traducciones no eran trabajos académicos, ni de nicho intelectual, sino ediciones dedicadas a un público de masas que tuvieron gran éxito comercial. Eran tiempos modernos: en 1911 una revolución había terminado con el sistema imperial para instaurar una república, que agonizó desde su mismo inicio; en 1918 Lu Xun, el autor más representativo del modernismo chino, publicó su Diario de un Loco; en 1919, el Movimiento Cuatro de Mayo, un movimiento de protesta contra el lugar de China en el Tratado de Versalles, abrió un espacio de debate y organización inédito; en 1921 se fundó el Partido Comunista como expresión política de un movimiento de vanguardias; en 1922, en Shanghai, empezó a funcionar la primera estación de radio del país. En este contexto, las traducciones de Lin Shu capturaron la atención de un público que buscaba sintonizar con las novedades del mundo.

Pero, el propio Lin Shu vivía a caballo entre dos épocas. Funcionario imperial en Fujian, su provincia natal, estaba educado en el trivium clásico chino: conocía la tradición poética, manejaba los clásicos de la filosofía moral y política, y dominaba la caligrafía. La caída de las instituciones imperiales en 1911 se llevó su cargo de funcionario, junto con su salario y su estatus social. Su formación dejó de ser fuente de capital simbólico y se volvió una caja de herramientas para ganarse la vida. Desde entonces, la traducción fue su oficio. Su interés por la literatura extranjera fue el puente con el que unió una época con la otra. Porque su atracción por las grandes obras del viejo continente era el emergente de un debate que, para ese momento, ya atravesaba el país hacía décadas: ¿China tenía que aprender de Europa?

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Lin Shu nació en 1852 en una China estupefacta por haber descubierto que ya no era el gran imperio de Asia, sino su gran enfermo, como se decía entonces. Tan débil que había sido vencido en su propio territorio por una modesta armada que había llegado desde la pequeña, alejada y carente de tradición milenaria isla de Gran Bretaña. La derrota frente a Inglaterra en la Guerra del Opio en 1842 abrió una herida en la conciencia nacional que se agrandó en los años siguientes con nuevas derrotas militares y concesiones diplomáticas  a Inglaterra, Francia y Japón. Entre  1839 y 1895, el imperio perdió el control sobre Hong Kong, Corea, Taiwán, parte de Mongolia y Vietnam.

De estas pérdidas, nació una corriente de reformistas que interpretó el desastre como una derrota de las tradiciones chinas frente a la modernidad europea. Para los reformistas, habían sido derrotadas formas de entender la autoridad, el conocimiento, los textos clásicos y un lugar en el mundo. Entendían que las maneras e instituciones chinas inhibían la creación de valor y la acumulación de riqueza, condenaban al país al atraso y la dominación extranjera, y volvían necesaria la incorporación prácticas y conocimientos nuevos. El debate movía las placas tectónicas sobre las que se reproducía el poder chino desde hacía no sólo décadas, sino siglos. 

No pasó mucho tiempo para que la discusión dejara de ser sobre si hacía falta aprender algo de Europa y se transformara en una acerca de qué había que aprender, quiénes debían hacerlo y cuánto tenían que aprender ¿Había que actualizar el armamento e imitar estrategias militares? ¿Era necesario adoptar un parlamento y leyes de libre comercio? ¿O lo que hacía falta cambiar eran las concepciones de la familia y el individuo? ¿Quiénes tenían que aprender los nuevos conocimientos: los gobernantes, todo el pueblo, sectores estratégicos específicos? ¿Cómo había que interpretar la relación entre lo europeo y lo chino: opuestos, diferentes, parte de una experiencia humana común? ¿Existía una diferencia de esencias entre la ciencia europea y el conocimiento chino, o era una diferencia temporal: lo chino, atrasado; lo europeo, adelantado? ¿Las razones de la superioridad europea eran materiales o institucionales? ¿Alcanzaba con importar técnicas y artefactos o hacía falta una transformación de raíz del espíritu chino?

 Estas preguntas modularon desde entonces las interpretaciones chinas sobre su país. Los reformistas de la segunda mitad del siglo XIX miraron a Europa para vigorizar la economía y fortalecer la defensa; los revolucionarios de 1911 terminaron con las instituciones imperiales para crear una república como las de las potencias extranjeras; los fundadores del Partido Comunista en 1921 promovieron en China las discusiones socialistas que crecían en Europa y América; la guerra civil entre el Partido Nacional y el Partido Comunista saldó discusiones sobre diferentes vías para sacar a China del atraso; Mao alimentó su Revolución Cultural entre 1966 a 1976 con antitradicionalismo radical; Deng Xiaoping inauguró la transformación de la economía China con una gira por Estados Unidos durante 1979, que incluyó foto con sombrero texano. 

Hoy la situación en China es diferente. Por primera vez en siglos, la modernidad, entendida como la acumulación de innovaciones que permite acelerar la acumulación de capital, no viene de afuera. El país es cuna de novedades de todo tipo: un firewall nacional para controlar la navegación por internet, el uso del teléfono celular para expandir la inclusión financiera, desarrollos pioneros de 5G para cirugías a distancia y para transporte autónomo, desarrollos de inteligencia artificial y robotización para fábricas, galpones y oficinas de servicios, nuevos impulsos para la exploración espacial y desarrollos en tecnología de vigilancia. Pasar de ser un país pobre a ser un país de ingresos medios es una revolución económica. Pasar de ser un país pobre a ser una potencia mundial es una revolución de la conciencia. Este cambio de perspectiva es lo que está pasando ahora mismo en China y cualquier estrategia para tramitarlo supone una lectura de la relación de los chinos con el proyecto de la modernidad europea. Como los discursos del presidente Xi Jinping, que intentan armonizar ideales socialistas, aspiraciones nacionales, mecanismos de mercado y tradición confuciana. Una amalgama ideológica para imaginar la nueva potencia global.

**

En 1939, mientras China estaba en guerra, un escritor argentino imaginaba una versión alternativa del Quijote. El Pierre Menard de Borges replica las palabras de Cervantes letra por letra. Borges explica que aunque el texto sea idéntico, el sentido es completamente distinto, porque el contexto es diferente. La tradición china permite otra interpretación, que no se apoya en la cuestión del contexto, sino en los efectos de la copia. En China, copiar, antes que una industria, es una fuente de conocimiento. Repetir es una manera de acceder a las cosas. Y también se puede crear por repetición. No siempre es necesaria la ruptura, la erupción, la genialidad. La repetición conduce a la novedad porque no hay dos copias iguales. Lecciones importantes para todo el que quiera aprender de la experiencia de China. 

Durante décadas, intelectuales y políticos chinos, japoneses, indios, coreanos y vietnamitas se preguntaron si tenían que copiar Europa o cómo podían evitar copiar a Europa. En en siglo XXI, el capital, el empleo y el desarrollo se mudaron a Asia, el comercio va por el Pacífico y China está en el centro de estos desplazamientos. La diferencia horaria entre América Latina y la frontera del conocimiento es máxima. Las preguntas ahora vuelven en espejo: ¿qué hacemos nosotros con la modernidad china? ¿Es una diferencia material o espiritual? ¿Hasta dónde tenemos que cambiar? 

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Diego García es Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y Magister en Políticas Públicas por la Universidad Torcuato Di Tella. Es profesor universitario y director de la editorial especializada en China Mil Gotas.

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