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Tolerancia y verdad: universalismo, relativismo y etnocentrismo

Por 
Juan Quaglia

En uno de los pasajes más conocidos de su obra, Heródoto, el historiador griego del Siglo V a.C., relata una anécdota que ilustra muy vívidamente cuán impactantes pueden ser las diferencias culturales. El episodio ocurre en la corte de Dario, el rey persa, donde se encontraban reunidos un grupo de griegos y un grupo de calatias, un pueblo bárbaro. Darío les preguntó a los griegos qué podría persuadirlos de comer el cadáver de sus padres como parte del rito fúnebre. Ellos contestaron que no lo harían por nada en el mundo. Luego Darío se dirigió a los calatias, quienes practicaban la antropofagia ritual, y les preguntó qué podría convencerlos de quemar los cuerpos de sus padres cuando ellos murieran, como de hecho hacían los griegos. Su respuesta fue que no debería siquiera sugerirse o mencionarse un acto tan horrible. Con esa narración, Heródoto pretende mostrar hasta qué punto cada nación juzga que sus propias costumbres son superiores al resto, por el hecho de que son suyas. Pero exhibe también cuán desconcertantes pueden ser los hábitos foráneos para quien entra por primera vez en contacto con ellos. La Historia ofrece más de un testimonio de los desafíos que se originan en el contacto entre culturas extrañas, que muy a menudo mantienen discrepancias en asuntos con implicaciones éticas decisivas, como el valor de la vida humana o de la autonomía individual. En el plano de la reflexión filosófica, ello ha motivado ciertos interrogantes sobre la naturaleza de las diferencias culturales. ¿Son las normas morales preferencias arbitrarias, como otro tipo de hábitos o costumbres? ¿Representan las diferentes culturas cosmovisiones meramente distintas e igualmente válidas? ¿Es posible criticar las prácticas de una cultura para quien no es parte de ella? 

Una alternativa disponible para abordar estas preguntas es el universalismo. De acuerdo con esta posición, hay al menos algunos principios, valores o creencias que tienen validez irrestricta. Muchas personas creen que este es el caso de los derechos humanos. En ese sentido, se sostiene que tales derechos mantienen su vigencia como criterio para determinar qué conductas son incorrectas o inmorales, aun si no son reconocidos en algunas comunidades políticas. El desafío para este tipo de posiciones es explicar por qué no estarían generalizando arbitrariamente una visión particular del mundo. En definitiva, ¿cómo podría asegurarse el carácter universal de una creencia? Los intentos de hacerlo parecen siempre estancarse en algún punto, porque tarde o temprano apelan a alguna suposición controvertida, que muchos encuentran difícil de aceptar. 

Se ha buscado sostener que algunas opiniones eran válidas en todo tiempo y lugar alegando que se trataba de mandamientos divinos, que se desprendían de la “naturaleza humana” o bien que representaban “mandatos de la razón”; pero ninguno de esos intentos ha logrado convencer a todo el mundo. De hecho, cuando se presta atención a lo que ocurre en algunos conflictos culturales, se puede constatar que ambas partes creen ser las verdaderas representantes de valores universales. Las tensiones entre la tradición ilustrada secular y distintas corrientes religiosas —como el cristianismo, al menos hasta bien entrado el siglo XX, o algunas corrientes del Islam hoy en día— son ejemplos notables de eso. Al fin y al cabo, siempre ocurre que quienes consideran que existen valores universales suelen pensar que son sus propios principios, y no los de los demás los que tienen, validez irrestricta. 

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Juan Quaglia
Estudiante de filosofía (Universidad de Buenos Aires)
Juan Quaglia es estudiante de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Está escribiendo una tesis de licenciatura sobre teorías de la democracia en la tradición pragmatista y enseña Teoría Política en la Universidad Torcuato Di Tella.

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Tolerancia y verdad: universalismo, relativismo y etnocentrismo
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Tolerancia y verdad: universalismo, relativismo y etnocentrismo

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Resumen
¿Cómo podemos estar seguros de nuestras convicciones? La pregunta se vuelve ineludible cuando nos vemos confrontados con comunidades cuyas convicciones y normas morales son distintas de las nuestras. La historia del pensamiento ofrece distintas respuestas a este problema, pero cada una de ellas tiene sus propias limitaciones.
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En uno de los pasajes más conocidos de su obra, Heródoto, el historiador griego del Siglo V a.C., relata una anécdota que ilustra muy vívidamente cuán impactantes pueden ser las diferencias culturales. El episodio ocurre en la corte de Dario, el rey persa, donde se encontraban reunidos un grupo de griegos y un grupo de calatias, un pueblo bárbaro. Darío les preguntó a los griegos qué podría persuadirlos de comer el cadáver de sus padres como parte del rito fúnebre. Ellos contestaron que no lo harían por nada en el mundo. Luego Darío se dirigió a los calatias, quienes practicaban la antropofagia ritual, y les preguntó qué podría convencerlos de quemar los cuerpos de sus padres cuando ellos murieran, como de hecho hacían los griegos. Su respuesta fue que no debería siquiera sugerirse o mencionarse un acto tan horrible. Con esa narración, Heródoto pretende mostrar hasta qué punto cada nación juzga que sus propias costumbres son superiores al resto, por el hecho de que son suyas. Pero exhibe también cuán desconcertantes pueden ser los hábitos foráneos para quien entra por primera vez en contacto con ellos. La Historia ofrece más de un testimonio de los desafíos que se originan en el contacto entre culturas extrañas, que muy a menudo mantienen discrepancias en asuntos con implicaciones éticas decisivas, como el valor de la vida humana o de la autonomía individual. En el plano de la reflexión filosófica, ello ha motivado ciertos interrogantes sobre la naturaleza de las diferencias culturales. ¿Son las normas morales preferencias arbitrarias, como otro tipo de hábitos o costumbres? ¿Representan las diferentes culturas cosmovisiones meramente distintas e igualmente válidas? ¿Es posible criticar las prácticas de una cultura para quien no es parte de ella? 

Una alternativa disponible para abordar estas preguntas es el universalismo. De acuerdo con esta posición, hay al menos algunos principios, valores o creencias que tienen validez irrestricta. Muchas personas creen que este es el caso de los derechos humanos. En ese sentido, se sostiene que tales derechos mantienen su vigencia como criterio para determinar qué conductas son incorrectas o inmorales, aun si no son reconocidos en algunas comunidades políticas. El desafío para este tipo de posiciones es explicar por qué no estarían generalizando arbitrariamente una visión particular del mundo. En definitiva, ¿cómo podría asegurarse el carácter universal de una creencia? Los intentos de hacerlo parecen siempre estancarse en algún punto, porque tarde o temprano apelan a alguna suposición controvertida, que muchos encuentran difícil de aceptar. 

Se ha buscado sostener que algunas opiniones eran válidas en todo tiempo y lugar alegando que se trataba de mandamientos divinos, que se desprendían de la “naturaleza humana” o bien que representaban “mandatos de la razón”; pero ninguno de esos intentos ha logrado convencer a todo el mundo. De hecho, cuando se presta atención a lo que ocurre en algunos conflictos culturales, se puede constatar que ambas partes creen ser las verdaderas representantes de valores universales. Las tensiones entre la tradición ilustrada secular y distintas corrientes religiosas —como el cristianismo, al menos hasta bien entrado el siglo XX, o algunas corrientes del Islam hoy en día— son ejemplos notables de eso. Al fin y al cabo, siempre ocurre que quienes consideran que existen valores universales suelen pensar que son sus propios principios, y no los de los demás los que tienen, validez irrestricta. 

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El relativismo, por su parte, ofrece un intento de respuesta a las preguntas motivadas por la constatación de la diversidad cultural, sin necesidad de embarcarse en el proyecto de encontrar cánones universales. Según este punto de vista, las creencias sólo están sometidas a reglas locales de confirmación. Los argumentos en favor de esta postura suelen subrayar el hecho de que en distintos contextos rigen diferentes parámetros para la aprobación de creencias. Esto quiere decir que no todo el mundo acepta el mismo tipo de razones para formar opiniones. En la antigüedad clásica, una forma muy difundida de resolver interrogantes consistía en consultar un oráculo. Hoy en día difícilmente tomaríamos en serio a alguien que pretendiera obtener conocimiento de esa forma. Sin embargo, como es obvio, también ocurre lo contrario: muchas de nuestras formas de razonamiento lucirían disparatadas ante un interlocutor premoderno. Basta con imaginar cómo reaccionaría alguien de un entorno cultural medieval frente a una inferencia basada en la teoría de la selección natural. En cualquier caso, lo que se puede apreciar a partir de ejemplos como éste es que existen diferencias no sólo respecto del contenido de las creencias, sino también respecto de los modos legítimos de adquirirlas o las estrategias admisibles de argumentación. Es decir, no hay acuerdo sobre lo que se necesita para llegar a un acuerdo. Para algunos filósofos, de esto se sigue que no hay modo de contrastar creencias provenientes de distintos marcos de justificación. En última instancia, ello implica que cada grupo es el tribunal definitivo para juzgar la corrección de sus propias prácticas y opiniones. 

Por otro lado, junto con los argumentos “epistémicos” (es decir, aquellos referidos a la naturaleza de los marcos de justificación), existen defensas del relativismo de orientación más bien ético-política. Por ejemplo, se suele afirmar que se trata de la posición más apropiada si uno quiere adoptar una actitud tolerante. El rechazo al relativismo vuelve a las personas menos dispuestas a aceptar la diferencia, como ilustra magistralmente una carta de Trotsky a Kautsky, en la que el primero afirma que “la aprehensión de verdades relativas nunca le da a uno el coraje de usar la fuerza y derramar sangre”. 

Con todo, el relativismo se ha visto confrontado con serias objeciones. La más habitual es la acusación de ser una posición que se auto-refuta. El relativista afirma que toda verdad es relativa a una cultura, un marco de justificación, una época histórica, etc. Ahora bien, ¿qué ocurre con esas afirmaciones? ¿Son ellas mismas universalmente verdaderas? Es decir, ¿en toda cultura, marco de justificación o época histórica debería aceptarse la relatividad de las creencias y los estándares de confirmación? Estas preguntas parecen arrinconar al relativista y dejarlo en una posición paradójica. Si dijera que el relativismo es universalmente verdadero o correcto, se estaría contradiciendo; si dijera que sus afirmaciones son tan relativas como cualquier otra, entonces habría por qué aceptarlas. El relativismo, entonces, no puede enunciarse sin disolverse. Presionando sobre este punto, el filósofo conservador Roger Scruton dice irónicamente: “un escritor que afirma que no hay verdades, o que toda verdad es ‘meramente relativa’, le está pidiendo que no crea en él. Entonces no lo haga”. 

Por otro lado, algunos sostienen que el relativismo no puede dar cuenta de fenómenos como el progreso científico. Se suele pensar que el abandono de creencias erróneas, muchas veces mayoritariamente aceptadas, es un componente central del avance científico y del conocimiento en general. Pero el relativismo es incapaz de diferenciar entre lo que es verdadero para un grupo y lo que es verdadero sin más. De esta forma, un relativista no puede explicar por qué una oración como “todos creían que el sol giraba alrededor de la tierra, pero en verdad ocurre lo contrario” tiene sentido y cumple funciones relevantes en nuestras prácticas lingüísticas. Es decir, no puede explicar el hecho de que distingamos entre lo que es tomado por cierto y lo que en realidad es el caso.

En cuanto a los argumentos políticamente perfilados, se ha señalado que, aunque sea cierto que el relativismo puede propiciar disposiciones éticas virtuosas como la tolerancia, ello no puede justificar la adopción de una actitud permisiva o indulgente con prácticas atroces. Hay casos en los que no ser tolerante puede ser, en realidad, la actitud éticamente pertinente. Como dice el filósofo argentino Alberto Moretti, “ni la tolerancia ni el respeto son privativos del relativismo, ni trivializan la comunicación. Pero la tolerancia y el relativismo extremo conducen al silencio (intercultural) sobre lo que más importa”.  

El filósofo norteamericano Richard Rorty ha intentado desarrollar una posición alternativa al universalismo que no cayera en las trampas del relativismo. Asignándole un sentido significativamente idiosincrático al término, llamó a su posición “etnocentrismo”. Como el relativista, Rorty reconoce que no existe un meta-marco de justificación neutral para dirimir las controversias entre diferentes culturas. Sin embargo, de acuerdo con él, de eso no se sigue que deba reconocerse a todo conjunto de creencias como igualmente válido. Paradójicamente, esa equiparación supondría que es posible saltar por fuera de las creencias y los principios de validación de la comunidad de justificación a la que uno pertenece y hacer una ponderación neutral entre distintas formas de vida.

Por lo tanto, el relativismo y el universalismo estarían emparentados por la misma pretensión desencaminada: ambos creen que es de algún modo posible trascender las creencias y valores de las comunidades en las que los individuos están inmersos.

En el caso del universalismo, esa trascendencia sería el resultado de ignorar los límites de las manifestaciones culturales de un grupo y considerarlas como normas generales para cualquier otra comunidad. En el caso del relativismo, la ilusión de trascender los estándares locales estaría asociada con la disposición a realizar una evaluación imparcial de distintas formaciones culturales, observándolas a todas desde fuera, para declarar desapasionadamente la igualdad entre cualquiera de ellas. 

Rorty, en cambio, al mismo tiempo que afirma que sólo podemos justificar nuestras creencias (en ética, en física o en cualquier otro dominio) frente a un número limitado de personas –por lo que tienen un alcance “relativo”–, también sostiene que al menos algunas de ellas están fuertemente conectadas con nuestra identidad. Sobre ese tipo de creencias Rorty afirma, dramáticamente, que preferiríamos morir antes que cambiarlas; de modo que no están en igualdad de condiciones con las demás. La sugerencia distintiva de Rorty es que de la contingencia de todo sistema de creencias no se sigue la simetría normativa entre cualquiera de ellos. El tipo de actitud propia de una disposición etnocéntrica en el sentido rortyano puede ilustrarse con una afirmación de Joseph Schumpeter que Rorty cita en varias oportunidades:

“reconocer la validez relativa de las propias convicciones y sin embargo defenderlas inquebrantablemente es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro”.

Ahora bien, dada esta comprensión de la dinámica de la justificación y el papel de los valores y las creencias con los que uno está comprometido, ¿qué se sigue sobre la relación con personas y grupos con los que mantenemos desacuerdos profundos? En principio, contra lo que se desprende del relativismo extremo, en la interpretación etnocéntrica de la diversidad cultural, las culturas no son compartimentos estancos e incomunicados. Por ello, una comunidad liberal como la que Rorty propicia debe hacer un esfuerzo constante por ampliar sus simpatías hacia formas de vida que le resultan, en principio, extrañas. No obstante, impulsar el reconocimiento de los valores que son importantes para nosotros es una tarea a la que no podríamos renunciar sin traicionarnos. Con todo, una vez asumido el carácter acotado de toda comunidad de justificación, el tipo de interacción involucrada en esa tarea no puede ser propiamente la argumentación, sino más bien la persuasión. Para hacer plausible la aceptación de ciertas creencias, desde este punto de vista, no podemos ofrecer razones ancladas en fundamentos últimos que hagan inevitable el asentimiento de cualquier ser racional; más bien, de lo que se trata es de ofrecer imágenes o descripciones que las vuelvan más atractivas. No es, sin duda, una tarea sencilla, pero es al menos más transparente sobre sus propios límites, en la medida en que ya no supone que cualquier persona puede ser racionalmente convencida de cualquier cosa si tan solo cuenta con suficiente tiempo y buena voluntad. 

En suma, el contacto con creencias y costumbres radicalmente diferentes a las propias presenta un desafío tanto para nuestra autocomprensión como para nuestra relación con los otros. Los modos de enfrentar este desafío, tanto desde el punto de vista teórico como desde el punto de vista práctico, no están exentos de problemas. Con todo, la actitud adoptada frente a lo extraño es ella misma determinante en la conformación de una forma de vida. Por lo tanto, quizás la pregunta más apropiada para comenzar a recorrer el problema sea qué postura en relación con lo diferente se ajusta mejor al tipo de comunidad a la que nos gustaría pertenecer y al tipo de persona que queremos ser. Aunque tal vez comenzar con esa pregunta perfile ya la respuesta en alguna dirección.

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Juan Quaglia
Estudiante de filosofía (Universidad de Buenos Aires)
Juan Quaglia es estudiante de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Está escribiendo una tesis de licenciatura sobre teorías de la democracia en la tradición pragmatista y enseña Teoría Política en la Universidad Torcuato Di Tella.

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